jueves, 5 de marzo de 2009

Amor tóxico


Mes de diciembre. En esta hermosa ciudad de las murallas no hay nieve en época decembrina, vaya, ni siquiera la temperatura baja lo suficiente como para andar bien ataviado con chamarras, bufandas y gorritos pero por las tardes el mar refresca el clima y el viento abraza a los transeúntes. Fue una tarde de mediados de diciembre, hora y cuarto de negociaciones amorosas por teléfono y me tocó perder. No hubo marcha atrás, fue definitivo. Caminé por las calles del centro, con mi chamarrita verde favorita sucia y un par de gruesos lagrimones en las mejillas; veía a la gente, sus vidas pasar delante de mí, a las parejas con risas estúpidas compartiendo esquites y volvían a resbalar los gruesos lagrimones.

Fue una tarde con un par de cigarros, algunas tazas de café, repetir y repetir “Always somewhere” de Scorpions hasta que la computadora llegara a escupir acordes absurdos y cambiaba por “Always” de Bon Jovi. Si me hartaba de una me pasaba a la canción anterior y así hasta que ardieran los oídos. Entonces me dije a mí misma: Cuando el amor falla, nos queda el rock.
Estaba a punto de poner la mejor o más melancólica mezcla de canciones de Armando Manzanero, José José y Luis Miguel pero como aún no anochecía, tomé mi chamarrita verde y salí al centro. Llegué a la dulcería más grande de la ciudad, agarré una canastita de compra y avancé por pasillos. Metía chocolate amargo, confitado, en bolitas, en barra, en cuadritos, relleno, con cacahuates, blanco, con chispas, chocolate sudamericano, de marcas europeas y otro que advertía que la responsabilidad era de quien lo ingiriese. Fue una compra bastante obscena y alentadora. Junto a la cajera había una bota navideña que también fue a dar entre mi arsenal. “Son doscientos ochenta y ocho pesos con cincuenta centavos. Aceptamos vales del gobierno y el ayuntamiento. Ah, también tenemos unos gorritos de Santa que le van a gustar mucho a sus niños” dijo la cajera. “Gracias, es todo. Aquí tiene” respondí. La única niña que comería de aquello tenía veinte años y un corazón bastante roto como para compartir su preciado tesoro, tampoco iba a usar un estúpido gorro con un estúpido gordo vestido de rojo.
Era viernes y estaba sola en casa. Podría comer y llorar a mis anchas pero el cansancio me pegó fuerte y caí dormida en cuanto me acosté en la cama. Tuve pesadillas: la sonrisa maligna de una amorosa pareja a la que había visto esa mañana; mientras más reían y se propinaban besos, más pequeña me volvía ante ellos.
Al día siguiente más café cuando desperté al medio día, mi primera “ensalada” de chocolate acompañando a mi primera película cursi. Devoré todo el plato, sentía el chocolate con más sabor que nunca, así como sentía la estúpida tragedia amorosa de la protagonista adolescente como un drama más profundo que las glorias del teatro clásico griego. Otra vez dos gruesos lagrimones se escurrían por mis mejillas. Para mi fortuna, o desgracia, esa tarde hubo un maratón de “películas para mujeres” o sea, dramas cursis donde la protagonista enfrenta toda clase de adversidades hasta que su gran amor, un patán hermoso, se cansa de humillarla y le hace el favor de decirle que deben estar juntos. La imagen más patética del barrio: yo, sentada ante la tele, con envolturas vacías de chocolates extravagantes, con el par de gruesos lagrimones en las mejillas y al otro lado de la pantalla una pareja rubia dándose besos como los de Pedro Infante. Alguien debió hacer algo por rescatar la poca dignidad que estaba perdiendo en ese momento, pero muy a gusto de hallarme así.
Había visto en programas o leído en revistas que el chocolate contiene más de seiscientas sustancias químicas, entre elementos, vitaminas, grasas y el resto han de ser calorías. Me acordé de las propiedades más importantes de ese elixir cafecito:
Afrodisiaco: la dopamina, norepinefrina y serotonina se mezclaban para enviarle a mi cerebro las órdenes químicas del cuerpo que no desobedecían mi voluntad cuando estaba con el “objeto” amado. Era la cursilería de las mariposas en la panza al verlo aparecer, con la sonrisa pícara y proponer: ¿vamos por chocolates?
Estimulante: la teobromina, teofilina y la querida cafeína alteraban mis sentidos cuando todo dependía de un mensaje al celular para vernos a cualquier hora, separarnos y no esperar al día siguiente para reencontrarnos, con mi sonrisa de estúpida de un extremo a otro de la cara; ojos inyectados de idolatría y el ritmo cardiaco acelerado.
Antidepresivo: Noradrenalina, Dopamina, Serotonina y beta-endorfina no sirvieron de mucho cuando la breve historia se acabó. “Coño, Laura, no vale la pena, bien que sabes que ese cabrón no vale la pena, menos que te quedes aquí chillando cuando todas vamos a salir” regañaba una de mis amigas limpiándome el rímel que bajaba con dos gruesos lagrimones. Y tenía toda la razón, el chocolate no me ayudaba mucho mientras Renée Zellweger besaba a su gran amor.
Bien. Hice lo que me mofaba jamás hacer por alguien: pasar la tarde encerrada con un maratón de películas románticas y haber devorado la compra obscena de chocolates de todo tipo, enfundada en mi pijama favorita y el par de gruesos lagrimones en mis mejillas. La agenda roja a lado mío como verdugo que escupe recuerdos de temporadas pasadas.
Al día siguiente mi madre llegó a casa, lanzó un grito de susto: “Por Dios, Lauri, ¿qué te pasó?” Yo, con la cara vuelta hacia el retrete vomitando casi sin tregua una asquerosa sustancia color café y con una seria intoxicación corporal. “Vamos, hay que llevarte al doctor, no vaya a ser que te pongas peor” ordenó la autora de mis días. Tenía en las mejillas otra vez mis gruesos lagrimones, no sé si de la depresión que aún cargaba o por lo horrible de vomitar. Lo que sí sabía era que le mentaba la madre mentalmente una y otra vez, hasta el cansancio, al responsable de mi ingesta y a cualquier otro imbécil que se me cruzara por la cabeza.