sábado, 25 de abril de 2009

Cazafantasmas


Una maestra de la secundaria siempre nos decía que íbamos al cine a ver las películas sangrientas por el morbo que nos produce la muerte, si es trágica mucho mejor. Comparto su opinión. Lo mismo pasa cuando la gente se arremolina alrededor de un atropellado, asustándose por la sangre si sabían de antemano que estaría apachurrado. Lo de la impresión de mirar brazos y sesos fuera de lugar lo comprendo pero que observen el cadáver a través de sus dedos separados fingiendo taparse la vista me parece ridículo.

-Sí, maestra, si se mueren así tipo Freddy Krueger sus espíritus se quedan en la casa para buscar venganza- había respondido Daniel, un compañero de la secundaria obsesionado por los thrillers sangrientos. Saw terminó de traumarlo.


***


Mi amiga Cristal llegó a Campeche a un encuentro de poetas organizado por el Departamento de Cultura Alternativa. Cristal es muy bella, viene de Aguascalientes y mis amigos buscan impresionarla pero no pueden hablarle lo suficiente de poesía por la pena de errar entre poemas y autores.


-Mira, Cristal, aquí se aparece La llorona- indicó Paco- dice un primo que una vez la escuchó quejándose por sus hijos, no la vio porque se asustó mucho pero su lamento taladraba los oídos.


-Ah sí, en Guadalajara y el DF me dijeron lo mismo. Pobre Llorona, tiene que cruzar el país para espantar chavos o ¿tendrá primas que le ayudan a trabajar?


Mis amigos opinan que lo que tiene de bonita lo tiene de chocante y me río por cómo toman su fracaso. Pero ya dieron el primer paso, pueden seguir adelante.


-Entonces te enseñaremos algo paranormal y verás que sí te asustas- propuso Toño- esto es exclusivo de Campeche.


Subimos cuatro estudiantes de letras en su Pontiac último modelo por una avenida bastante transitada de noche que lleva a un mirador. Desde ahí se observa gran parte de la ciudad y las luces del malecón; es el punto de visita obligado para llevar turistas o novias en turno. Mis amigos afirman que las mujeres se ponen tiernas si ven la panorámica desde el asiento trasero o voltean el rostro para mirar el baluarte. Estando en aquel ambiente más romántico que tétrico era cosa de esperar el suceso paranormal.


-¿Ves esa curvita, Cristal? – pregunta Toño- pues ahí se aparece un fantasma, le dicen el Niño wixón porque se bajó a orinar y lo atropellaron. Varias personas lo han visto, es como una sombra blanca.


-Una sombra blanca- responde la poeta- eso sería interesante. En Pachuca tengo familia, viven cerca de una escuela donde también espanta un niño, le dicen El Meón y se murió por lo mismo que este fantasmita. Hay Gasparines por todos lados. Qué curioso, la incontinencia no respeta y por eso abundan los atropellados. ¿Te imaginas, bajarse a orinar y que te atropellen? Yo soy despistada y no me daría cuenta de haber muerto cumpliendo con las necesidades humanas.


Río entre dientes con las respuestas de mi amiga que se consuela por el fracaso de la noche fumando sus cigarros cubanos uno tras otro. Toño y Paco me lanzan miradas furiosas como si fuese mi culpa el poco talento conquistador de ambos. La plática entonces gira en torno a asesinatos, pareciera que le dieron cuerda a mis amigos porque era el tema que dominaban mejor: suicidas en escuelas primarias, cementerios mayas en los patios de sus conocidos, múltiples Lloronas y mujeres fantasmas recogidas por taxistas a las doce en punto de la noche.


Cristal parecía divertida, les seguía la corriente mientras fumaba como chacuaco.


A las tres de la mañana Paco tomó la iniciativa de la aventura:


-Vayamos a la casa de Concordia. A ver si te espantas, Cristal.


La susodicha casa llevaba consigo la historia de un asesinato con destripamiento y mucha sangre que se quedó en las paredes algunos años. Varias familias la rentaron y no tardaron más de un par de meses –según las leyendas urbanas- porque los espíritus chocarreros que la habitaban eran celosos de su espacio.


-Lo de la sangre es cierto-contó Toño a la poeta- la comadre de mi mamá vio una vez las paredes.


-¿Y vive alguien ahí ahora?


-No, sé que está vacía. La última persona que vivió ahí terminó loca por culpa del fantasma de un hombre. Vamos a meternos al patio por esta rejita y daremos justo en la ventana del cuarto, ahí fue el destripamiento.



***


-Laura ¿cómo sigue Cristal?¿Has hablado con ella?- pregunta una compañera del salón.


-Mejor, le pusieron tres puntos en la cabeza pero ya está bien. Menos mal su mamá no se enteró, estaba fuera de Aguascalientes cuando ella llegó.


-Pobrecita, nada más a ella le tocó. Bueno, te dejo, Paco me dijo que veríamos el maratón de Pesadilla en la Calle del Infierno en su casa saliendo de clases.


***


-Escucho ruidos, creo que hay alguien- susurró Cristal.


-Aquí no vive nadie, estoy seguro. A ver, deja me asomo. No, no hay nadie pero no hagamos ruido, nada más vemos al fantasma o algo paranormal y nos vamos, se los prometo. Laura, Toño, sigan vigilando que no venga el portero o nos lleva la patrulla.


-Te dije que hay alguien, Paco, alguien se queja y otro se ríe pero no puedo ver bien. Paco, Paco, viene alguien, Paco, creo que veo a una mujer ¡y está desnuda! ¡Paco, ya me vieeeron!


-¡Desgraciados ladrones! ¡Joséeee, Joséeee, nos espían unos ladrones, trae un arma o algo, me vieron sin ropa! ¡Ahorita van a ver!


-Toño, Lau, arranquen el carro y vámonos. ¡Levántate Cristal, levántate y corre que viene el hombre!


-¡Aaay! ¡Paco, me alcanzó una botella de cerveza, ayúdame que estoy sangrando! ¡Paco, Paco, tengo miedo, ya vieeeenen!

lunes, 13 de abril de 2009

Ensayo sobre la espera


Mi familia critica que tengo la mala costumbre de aplazar todos los trámites. Yo no los contradigo. Hoy fue el último día de inscripciones en la universidad. Me pareció que las siete y media de la mañana era la hora perfecta para hacer mi pago, sería la primera y sólo esperaría un rato antes de que la sucursal empezara a atender. Insólitamente hoy la mañana era fresca y eso me puso de buenas, caminé al banco casi sonriendo por el favor del clima.
Llegué y en la puerta ya aguardaban seis personas: un señor de gorra, un muchacho, una chica con su celular, un señor de lentes, un anciano y una chica de uniforme. Con la mirada el señor de gorra me indicó cuál era mi lugar en el arriate donde todos estaban sentados.
Abrían a las nueve, no a las ocho. Maldije internamente. Empezó a llover y tuvimos que juntarnos un poco más para protegernos bajo techo y evitar quedar empapados, la chica del celular puso una canción duranguense y le subió el volumen al aparatito. Sentí cómo me abandonaba el buen humor. Volví a maldecir.
-¿Qué trámites van a hacer? – preguntó el señor de lentes para romper el hielo- yo vengo a depositarle a mi hija.
El muchacho, la chica del celular, la del uniforme y yo íbamos a pagar la cuota de inscripción para la prepa y universidad. El señor de gorra fue a cobrar su cheque. Empezaba a sonar una canción de Juan Gabriel destrozada por el terrible duranguense cuando una camioneta se estacionó delante de nosotros, de ella bajó un hombre que fue a sentarse a lado mío; dio los buenos días y sacó su periódico para consultar el Melate. El hombre llevaba Rolex.
-¿No cayó nada?- preguntó el señor de gorra.
-Nada- dijo el del Rolex- hay que seguir jugando a ver si cae la bolita.
Sorpresivamente el muchacho dejó su primer puesto en la fila y se acomodó antes de mí, junto a la chica del uniforme. La chica del celular hizo una mueca y dejó de torturar mis oídos cambiando el duranguense con algo de pop. Escuché cómo la chica del uniforme le decía su nombre, edad y daba una carta de presentación de su vida. El chico sonreía embelesado.
-A hacer pagos- dijo el hombre del Rolex- como fue quincena y luego puente, no pude depositar antes.
-Sí, hombre- interrumpió el señor de lentes- a mí sólo me dio chance de cobrar la pensión.
Doblando la esquina apareció con paraguas una mujer madura parecida a Sofía Loren. El hombre del Rolex amablemente le extendió unas páginas del periódico para no posar su traje sastre gris en el mugroso arriate. Ella iba a pagar la colegiatura de su hijo. Después de dos canciones de Belinda la lluvia cedió un poco y el muchacho salió corriendo para cruzar la calle; lo perdí de vista en el vaivén de vehículos. Sofía Loren se quejaba del marido que se endeudó con el banco por unas apuestas, parecía conocer de años al hombre del Rolex.
-Lo peor es la vergüenza de deberle al banco- decía Loren entre molesta, triste e histriónica- No me molesta trabajar pero mi esposo es un desvergonzado y ahora doy la cara por él.
-Con todo respeto, señora- interrumpió el señor de lentes- qué necesidad de pasar por eso. Usted aún es fuerte y de buen ver para soportar humillaciones.
Sofía Loren agradeció las palabras y reprimió un par de lágrimas. La escena se tornaba divertida para mí como espectadora. Del otro lado de la calle llegaba el muchacho con una bolsa de plástico, sacó un sandwich y un té para la chica de uniforme, que le sonrió cual tierna adolescente. La chica del celular volvió a hacer muecas de celos y se desquitó poniendo más duranguense.
Mientras me entretenía con pláticas ajenas, al arriate llegaron más personas para ocultarse de las escasas gotas y hacer sentados la fila de rigor.
-Los demás bancos están peor que este- dijo el muchacho- di la vuelta por dos sucursales más y hay unas filas larguísimas.
-Entonces somos unos privilegiados- respondió el anciano.
Faltaba media hora para que los ejecutivos nos dieran la bienvenida a la sucursal; la mañana era más llevadera escuchando las quejas de todos y cada uno de ellos, desconocidos para mí. Nadie estaba ahí por gusto, pero pude reflexionar que era un modo de supervivencia al que me gustaría denominar “la epidemia de los trámites bancarios”. Fui la única que estaba en silencio (la chica del celular tampoco hablaba con los demás pero canturreaba y berreaba cada una de sus canciones) y escuché con atención que entre desconocidos se iban tejiendo lazos de una amistad que duraría hasta que el dependiente de ventanilla los atendiera.
La chica del uniforme platicaba animada con Loren, el hombre del Rolex leía el horóscopo de Virgo para una mujer con chalina, el señor de lentes y el anciano apostaban con un trovador recién llegado por el resultado final del clásico de fut bol.
-Oigan- gritó una mujer en pants- vamos a formar bien la fila, parece que van a abrir.
Había una cantidad impresionante de personas que no distinguí antes desde mi lugar. Cuando nos formamos la fila daba vuelta a la esquina. Faltaban cinco minutos para las nueve de la mañana y un joven trajeado abrió la puerta de la sucursal.
-Buenos días- saludó- Ya pueden ingresar al banco pero hay un inconveniente, quienes vengan a hacer pagos de la universidad tendrán que esperar hasta las doce del día, hay un problema en el sistema. Disculpen las molestias.
La queja fue general, los que iban por otros trámites se solidarizaron con nosotros desquitándose en maldecir al sistema. La fila estaba llena de estudiantes estallando en mentadas. Respiré hondo y di la vuelta pero antes noté cómo se dividían en las ventanillas mis compañeros de esa mañana: el señor de lentes, el hombre del Rolex, el anciano, el señor de gorra, Sofía Loren y los demás.
Eran las nueve, me daba tiempo de llegar al gimnasio para la clase de baile. A mi lado en el urbano se sentaron juntos la chica de uniforme y el muchacho, con la sonrisa pintada en ambas caras.

lunes, 6 de abril de 2009

Arrepiéntete de tus pecados


Cuando era pequeña iba todos los sábados a la doctrina, seguí yendo hasta después de hacer la primera comunión; a los ocho años ayudaba a las catequistas a instruir niños para ingresar al rebaño del Señor. La casa de las monjas era como un rancho de artista a la orilla de una de las playas más famosas de la costa veracruzana, los jardines idílicos de cualquier niño inocente.
Recibía la hostia en la misa con una fe intachable, recogía la limosna con vestido dominguero y rezaba el rosario casi todos los días; por las noches leía la biblia antes de dormir.
Ahora mis creencias han cambiado mucho a causa de la rebeldía camaleónica que transformó mi vida. Sigo yendo a misa cuando me contratan para tocar violín aunque mi familia dice que por interés eso no cuenta pero me defiendo argumentando que tengo un modo particular de seguir mi fe.
-Ya perdiste en cielo, Lauri- dijo mi tía Rosaura- quizás no te vayas al infierno porque no eres mala, pero seguro te quedas en el purgatorio. Mejor arrepiéntete de tus pecados.
Reí de mi tía a sus espaldas pero comprendí que metiéndome miedo sobre el destino de mi alma intentaba guiarme por el buen camino de la religiosidad que abandoné hace algunos años.
De niña el cielo, el infierno y el purgatorio producían en mí todo tipo de emociones cuando las monjas los mencionaban con sus castas bocas. Llegué a casa con los ojos inyectados de emoción cuando una de ellas dijo que Jesús me recibiría con los brazos abiertos por ser una niña tan buena y rezar así de bien el rosario.
Hoy puedo hacer mi clasificación de las tres celdas del alma de acuerdo a cómo los imaginaba de pequeña y cómo me los figuro ahora.
El cielo: a los seis años era el rancho de las monjas en época de calor para correr por la orilla de la playa cazando cangrejitos. Habría una capilla especial donde podría rezar por las noches y cuartos muy grandes para mí, las religiosas que fabricaban dulces y toda la familia; tendría una vasta colección de rompecabezas de todas las ciudades del mundo y una televisión gigante para ver las películas de Disney que habían salido hasta ese momento. Década y media después mi cielo es una cabaña cerca del mar para compartir con quien yo quiera, una privilegiada colección de vinos, cocina italiana infinita y la biblioteca más grande que pueda imaginar.
El purgatorio: no es una idealización de lo hermoso, sino la resignación de aquello que me sucede (o sucedió) sin poder hacer más que aguantarme. Cuando estudiaba en primero de primaria me sacaron incontables veces del salón por perjudicar a mis compañeros. Algunos no sabían leer, yo ya y los distraía al terminar la lección de mi libro de texto antes que el resto. La eterna espera para regresar al salón la pasaba a lado de las tablas de multiplicar; de ahí mi aberración por los números. Ahora el purgatorio significa los trámites de cualquier tipo: banco, escuela, trabajo, filas interminables a las que difícilmente llegará algún dependiente a redimir horas de espera resignada.
El infierno: en 1992 vi por primera vez el video musical más terrorífico hasta ese momento para mí. Fue el mismo año en que nació mi hermanito, pensé que si sus ojitos de bebé lo veían y captaban el terror, querría meterse de nuevo a la barriga de mamá. “¿Te imaginas, Lau? Así debe ser el infierno, igualito” dijo mi hermana Nicté, que casi tiene la misma edad que yo. No pude dormir varias noches, veía en mi mente las filas de hombres andando lúgubres y cabizbajos en lo que parecía una fábrica. Una vez soñé que le mentía a mamá y Dios me castigaba formando parte de esas filas mientras Ana Torroja cantaba que el siete de septiembre era su aniversario.
Aún veo el video y me causa cierto miedo vergonzoso. Hoy simplifico el infierno en aquello que odio pero por no arrepentirme a tiempo de mis pecados tendré que sufrir en vida gracias a mi mala suerte: los camiones urbanos en época de calor. Detesto el calor con todas mis fuerzas y vivo en uno de los estados más calurosos del país, donde debo tomar dos urbanos para llegar a clases a las tres de la tarde. Sólo me queda vivir odiando mi averno con una que otra maldición resignada mientras no hay un auto que pronto y gustoso me ahorre sufrir el calor infernal.