domingo, 31 de mayo de 2009

Nandito Palomo



Mamá dice que el mundo es pequeño como una aguja, uno se encuentra a cada rato a las personas que creía desaparecidas o cuando en verdad las necesita no hay rastro de ellas. Por alguna cuestión de la vida, Mamá siempre tiene razón.

Cuando viví en cierto pueblo de cierto estado tenía como vecino a Nandito Palomo, era un niño guapo (hasta donde alcanzaba a acertar mi criterio de belleza en niños de ocho años). Mi enamoramiento hacía él no iba más allá de jugar en los columpios y trepar árboles, a veces me cantaba alguna canción de Pedrito Fernández y yo le decía que era el niño más afinado del pueblo y cuando fuera grande grabaría muchos discos de rancheras. Nandito sonreía con la dentadura chimuela y decía que sí, que haría una canción que se llamara Laurita bonita.

Un día abandoné el pueblo para no volver nunca, aunque regresé casi diez años después visitando a tía Margot. El pueblo tuvo sus adelantos durante esa década pero las casas estaban tal cual las recordaba, menos la de Nandito (a lado de casa de mis abuelos) que se caía de vieja y abandonada.

-Cuando se fueron Nandito preguntaba todos los días cuándo ibas a volver- dijo tía Margot- se acordaba de ti en los columpios con la armónica. Pasaron los meses y se fastidió, dejó de preguntar.

Imaginé que Nandito se iría a los Estados Unidos con sus hermanos, era la suerte que corría la mitad de los niños del pueblo a pesar de que sus calificaciones eran estratosféricas pero tía Margot dijo que no, Nandito desarrolló otras habilidades.

-¿Se volvió travesti?- bromeé de mal gusto recibiendo una mirada fulminante de Mamá y la risa de tía Margot.

-No, Laurita- respondió mi adorada tía- Digamos que se volvió la estrella del pueblo.

Me contó la historia de Nandito. En un festival de la primaria lo escuchó cantar por casualidad un trabajador de la televisora local, este le dijo al patrón que le dijo a otro patrón y aceptaron hacerle la audición a Nandito para un programa infantil que saldría en unos meses. Mi ex vecino viajó a cierto puerto de cierto estado para cantar dos éxitos de Pedrito Fernández con el corazón desbordado de emoción y nervios. Le ayudó la cabellera rubia y los ojos verdes que lo hacían pasar por un niño fino, nadie sospecharía que ordeñaba vacas con su papá en cierto ranchito de cierto pueblito.

Así empezó la carrera de Nandito. Le dieron la imagen de chico buena onda junto a una rubia adolescente que se parecía a Belinda pero no era Belinda (según datos de mi tía, que siguió aquella prometedora carrera desde la televisión de su recámara). El programa era dirigido a niños y pubertos, a veces llegaban invitados, en su mayoría de los colegios particulares de la capital de cierto estado para invitar a la audiencia a los bailes de temporada que ofrecían con grupos noventeros como La Onda Vaselina y Kabah. Una o dos veces por semana Nandito demostraba sus aptitudes en el canto interpretando éxitos juveniles con la banda que tocaba en el foro. Los productores le dijeron que si cantaba las de Pedrito Fernández no sería un chico cool ni buena onda, que eso se lo dejara a los del programa de variedad popular.

Nandito estuvo al aire un par de años, cambió su acento arrancherado por otro como si tuviera algo atorado entre la garganta y la nariz (todas esas observaciones y comparaciones hechas por tía Margot) y se convirtió en el muñequito de pastel del canal. Quizá cinco o seis veces hizo enlaces en vivo desde su programa para la televisora más importante del país y se tomó fotos con los protagonistas de las novelas juveniles de las siete de la noche.

Todo iba bien hasta que cumplió los doce o trece años. Cantando en vivo un éxito de algún fulano popero a Nandito se le escapó la peor desafinada por el cambio de voz en la adolescencia. Digamos que se le fue un gallo. La banda casi paró de tocar, el bello rostro de Nandito se desfiguró en pánico y siguió cantando. Una semana después Nandito ya no salió en el programa. A la rubia acompañante (que creció y se volvió una adolescente exuberante) le dieron otro compañero con la misma imagen que Nando, y empezó su carrera en el programa cantando un hit de los Backstreet Boys.

-Nandito se quedó a vivir en el Puerto pero ya no le dieron trabajo en ninguna televisora- dijo tía Margot mientras revisaba un cajón del librero- se le acabó el encanto juvenil. Su mamá me dio esta foto que mandó cuando hizo transmisiones en el DF.

En la noche nos fuimos de aquel pueblo y lo último que vi al salir a carretera fue la calle donde estaba la casa casi destrozada donde Nandito y yo jugábamos con sus primos en el árbol de mango.

Una televisora nacional está haciendo castings para su último reality y tocó el penúltimo en el puerto de cierto estado del Golfo. En escena aparece un joven guapo y rubio de mi edad, tiene el número 448 pegado en el pecho. Lo miro a través de la televisión y empieza a cantar cuando le dan la señal… “Diiicen que los hombreees no deben lloraaaaar”

-Gracias- interrumpe un hombre del jurado con cabellera exótica- sigue intentando. Suerte para la próxima.

Nandito Palomo deforma su bello rostro entre tristeza, pánico y odio; inclina la cabeza y se pierde entre cámaras. La desafinada le costó el éxito, una vez más. Su desafinada me costó jamás escuchar en la radio el hit Laurita bonita. El mundo es pequeño como una aguja y Mamá siempre tiene la razón.

miércoles, 20 de mayo de 2009

¡Que vivan los novios!



El carnaval pasado me vestí de novia para el sábado de bando. Mamá dijo que estaba burlando un sacramento, eso era un insulto. Le respondí que me mirara bien y tomara un par de fotografías, quizá sería la única vez que usaría un ajuar. Rompí las ilusiones de mis demás tías que me veían estupefactas cuando les dije que el matrimonio no era lo mío, el matrimonio mataba al amor y yo quería ser una eterna enamorada.



***


Se veía radiante con su vestido más blanco que el hielo de los polos y la sonrisa de felicidad que jamás le había visto tan claramente. Cuando me pidió que fuera su dama no me pude negar, era mi amiga de años y me conmovió su mirada de niño en Disney. Ahora tenía los anillos (o alianzas) en su estuche dentro de mis manos. ¿Qué pasaría si se perdieran? ¿Improvisar para buscar otros, retrasar la boda? Sería incapaz de sabotear el enlace de ella. Y pensar que pudimos ser cuñadas; y pensar que estuve enamorada de su hermano.



***


-Laura, te quiero presentar a mi hermano. Acaba de llegar de Canadá, le he platicado mucho de ti y sería genial que saliéramos todos juntos, tú con él y yo con mi novio.
El chico más agradable que he conocido, el más atento y mis mejores meses de novia con alguien. Él quería ser ingeniero, yo estudiaba literatura; él resolvía problemas de aritmética a contra reloj, yo analizaba poemas de Góngora y Sor Juana. Era la combinación perfecta, como los ingredientes opuestos en el mole que dan como resultado un manjar.



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Le tengo respeto y admiración a aquellos que se juran amor para toda la vida, que se soportan en las buenas y en las malas; están juntos aunque por dentro se lleguen a odiar. Pero todo héroe siente miedo y los esposos muchas veces le temen a la soledad. ¿Qué puedo saber yo del matrimonio si nunca me he casado? Es verdad, simplemente opino como espectadora. Comprometerme no es lo mío, podría dar un paso en falso en cualquier momento. Woody Allen dijo que sólo el amor incompleto puede ser romántico. Estoy completamente de acuerdo con él.


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-Pues yo no pienso casarme nunca- le dije la noche del 31 de diciembre en la cena que hace mi familia- no creo en el matrimonio. Podría ser muy feliz así como hoy, contigo o cualquier novio futuro, sin papeles de por medio.
-¿Y si te dijera que no me dan ganas de regresarme solo a Canadá?- contestó. Mis ojos se abrieron mucho cuando vi que sacaba una cajita negra de terciopelo de la bolsa del saco.



***
En una reunión de compañeras de la prepa mi amiga Grecia fue despellejada por un par de arpías. Grecia llevaba dos años de casada y estaba en trámites de divorcio. Ya no soportaba al inútil de su esposo que aprovechaba cualquier borrachera para llevarse a la primera mujer que se dejara seducir por su auto deportivo y la labia casanova. Grecia pasó de ser la amiga más guapa y divertida a una veinteañera amargada y desarreglada, con una niña en brazos y gemelos en camino. Me hizo jurarle que no me dejaría seducir por palabras de hombre, ella que tanto se preocupa por mí.
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Cuando avanzábamos con la radiante novia por el pasillo de la iglesia y sonaba un cuarteto de cuerdas tocando la marcha nupcial lo vi, estaba del lado de la familia de ella. No sé si veía a su hermana atento con esos ojos a los que me acostumbré un tiempo o me observaba. Sonrió. Sonreí como estúpida. El padre dio un sermón citando a Corintios. Luego pidió arras, lazo, anillos. Las sortijas de los novios se parecían a una que en un momento alguien colocó en mi dedo anular, fue cuando amanecía un primero de enero.
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-No te lo quites. Laura, piensa lo que te pido. Yo también estoy joven pero las cosas no tienen por qué cambiar.
-Ya lo pensé.
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El whisky era bueno. ¿Cuántas copas bebí cuando la novia me obligó a pararme y bailar “la cola” para agarrar el ramo? No tengo idea. ¡El ramo a la una! ¡El ramo a las dos! ¡Ya va, ya va la vencida! Mujeres casaderas, ¡pónganse en sus lugares que esta es la buena! Un elegante bouquet de flores blancas con un lazo rojo cayó en mis manos junto a la ovación general de todos los asistentes y las felicitaciones de las demás hermosas chicas casaderas que se lo disputaron.
Regresé a mi mesa acompañada de otro whisky y el ramo entre manos. Hacía juego con mi fantástico vestido rojo de dama. Desde la pista la novia le guiñaba el ojo a su hermano cuando se acercó a mí para sacarme a bailar. Lo medité un rato antes de responder.




domingo, 3 de mayo de 2009

Psicosis mexicana


A Eduardo, gracias por todo...


No soporto los hospitales. El peculiar olor a desinfectante me produce asco, mareos y delirios, aunado al amargo que desprenden las medicinas. No es que yo posea el mejor olfato del mundo y pueda distinguir cada una de las sustancias que flota en el aire pero sí lo suficiente como para identificar aquellas que detesto. Varias veces he sido víctima de miradas reprobatorias por parte de mi familia cuando no visitaba a equis pariente que estaba internado; me tacharon de ingrata y desapegada a los valores familiares sin derecho de réplica. Pero no me gustan los hospitales, es todo.


Hoy tengo que aguantarme. Esta epidemia tiene al país de cabeza, se dio la alarma en los noticieros hace un par de meses, creo que fue en abril, cuando el presidente de la república dijo que el departamento de salud manejaría a la perfección el asunto con brigadas de vacunas pero el virus no cedió. Esta mañana escuché en el radio de mi celular un reporte: veintidós mil quinientos mexicanos han muerto por la enfermedad y casi medio millón están hospitalizados, el departamento de salud no sabe qué hacer con tantos contagiados. Los programas de chismes no paran de sorprender a sus televidentes anunciando la muerte de los famosos y protagonistas de telenovelas.


En el aeropuerto donde trabaja mi hermano todo es caos, los vuelos internacionales están vetados pero hay muchos turistas esperando que abran sólo uno para huir lo antes posible del país. Eso sí, sólo a los extranjeros, los mexicanos no tienen por qué abandonar territorio azteca ya ni por prescripciones médicas, se ha dicho que lo que deba suceder por salud sucederá aquí. En las salas de espera duermen en el suelo contrario a las órdenes de las brigadas por convertir el aeropuerto en otro foco de infección.


Lo que me tiene de mal humor es mi boleto, cada vez que pienso en él no puedo evitar bufar de coraje. Pasaron años para que la banda de heavy metal más importante de la década, qué digo de la década, de la historia, decidiera dar un concierto espectacular y nos invade la epidemia. Con toda la razón que poseen cancelaron, ya no habrá fechas y dudo que lo repongan. Tengo sus discos, me sé sus canciones, he seguido su trayectoria y fueron el icono de mi rebeldía durante tanto tiempo; mi boleto era de la sección A, hasta adelante para tener a mis ídolos lo más cerca posible. El concierto se quedó en el limbo de lo inanimado, lo intangible.


Lloré, por supuesto que lloré, me encerré en mi habitación y puse a todo volumen un disco de ellos mientras en televisión repetían una y otra vez las declaraciones del manager porque ellos no se debían arriesgar de esa manera y le mandaban un saludo a los mexicanos, deseando que se curara la epidemia. Pero ese concierto era todo en mi mente desde que hace meses confirmaron su visita. Todo estaba saliendo de control y el boleto seguía en su sobre manila, el mismo en que llegó, el hermoso papel que me servía para contemplar y llorar.


Hace dos días vi lo que nunca, un vehículo del departamento de salud paseaba por las calles y el zócalo rociando una sustancia al por mayor, como en las ciudades tropicales cuando es época de fumigación. El aire no olía a guayaba como en otro tiempo para matar mosquitos, era más bien un olor ácido nada parecido a los cítricos, no podría describirlo. Junto a una estatua bailoteaban dos hippies mientras rociaba el vehículo, cantaban y decían que querían recibir todo el elixir salvador para vivir tan felices como siempre. Quizá estaban drogados, no lo sé, pero eso explicaría que no tuvieran sus respectivos cubre bocas y guantes de látex como yo. A las nueve de la noche el presidente de la república dio un comunicado, su secretario del departamento de salud acababa de fallecer. La sangre se me heló un segundo, no por el funcionario muerto sino por el mensaje de texto que llegó en ese momento: también había fallecido mi amiga de toda la vida, Isela.


Creo que Isela era mi única amiga verdadera y sinceramente no recuerdo que alguna vez en su vida se haya enfermado, tenía la salud de hierro que las hipocondriacas o anoréxicas compañeras le envidiaban. Su mamá me dijo que no tendría un servicio funerario como hubiese deseado, por órdenes médicas el cuerpo debía ser cremado cuanto antes, tampoco valía la pena que me apresurara a alcanzarlos al hospital –en contra de mi gusto por ese lugar- porque ni a ella le permitieron estar con el cadáver de su hija. Cómo odié los caprichos de la vida – ¿o de la muerte?- e Isela no estaría conmigo para decirme que dejara de hacer coraje.


Volví a llorar, ya no supe si lloraba por el boleto del concierto, por el novio que no había visto en semanas o la mala suerte que corrió mi amiga. Antes de la epidemia había pasado muchos años sin llorar, no tenía algo que valiera mis lágrimas. El metro estaba cerrado, cómo diablos iba a cruzar la ciudad para llegar a la sala funeraria donde reposarían los restos un par de horas. No quise saber nada del mundo y reté mi salud quitándome el cubre bocas y los guantes para fumar un cigarro sentada en la banqueta de mi calle. A la tercera bocanada de humo llegaron dos policías a llamarme la atención y escoltarme hasta la casa.


Estornudé una, estornudé dos veces y no había nadie en casa. Volví a estornudar, tenía la nariz roja e inflamada, me dolía la cabeza y estaba mareada. Me recosté en la cama y puse música por todo lo alto, canté muy fuerte y abracé mi boleto; creo que volví a llorar pero no paraba de estornudar. No tenía idea de la hora, qué extraño que en la madrugada mi familia no estuviera en casa si la puerta se cerraba a las doce y yo siempre era la última en llegar pero me dolía mucho la cabeza como para pensar en llamarles por teléfono. Qué egoísta y desapegada me estaba volviendo. Quise caminar al cuarto de mamá, a lo mejor llegaron mientras tenía la música a todo volumen pero las piernas no me respondían como hubiera querido, temblaban y era imposible caminar. La visión se me nubló y en un segundo caí desmayada.


-Señorita, señorita, ¿está usted bien?- dijo un hombre, poco a poco su imagen cuadraba ante mis ojos.


-¿Qué pasó, dónde estoy?¿Quién es usted, y usted?


-Tranquila, señorita, se acaba de desmayar. Estuvo inconsciente como un minuto, de repente se desvaneció y las enfermeras la acomodaron aquí en la camilla. Soy el doctor Muñoz, está en el Seguro, llevaba un rato en la sala de espera.


-Doctor, por favor, deme consulta, estornudé y tengo miedo, por favor quiero que me vacune. ¿Qué día es hoy? ¿Verdad que abril aún?


-Señorita, no pasa nada. Si gusta le daré vitaminas pero las vacunas se las estamos administrando a las personas vulnerables, usted se desmayó porque son las doce del día y anda en ayunas, eso dice su hermana, fue a llamar por teléfono. Si se siente más tranquila le daré la consulta. Y sí, aún no termina abril. Ahora pase al consultorio, vamos a atenderla.


El olor de los hospitales sigue siendo insoportable ante mi nariz y estómago, todavía lo tengo presente en el mareo. Llegando a casa la vi parada en la puerta, Isela estaba furiosa.


-Siempre tarde, Laura. Llevo un rato esperando que aparezcas y ni contestas el celular. Vamos a apurarnos porque muero de hambre.