sábado, 29 de agosto de 2009

Mudanzas



Podría comenzar la nota de hoy con la letra de una canción para mujeres despechadas pero no viene al caso, el título es porque se trata de una mudanza en el estricto sentido de la palabra. Desde hace unos días duermo bajo el cielo de Xalapa por decisión propia, a los veintiún años que ostento era necesario un cambio de residencia para adentrarme a la vida independiente, o al menos esa es mi justificación.



Lo curioso de esto, lector o lectora, es que alguien tan ociosa como yo puede reír un poco partiendo de lo siguiente: nadie me conoce. Sucede como en las películas gringas que pasan por los canales donde los estrenos son las cintas de diez años atrás, en dichas historias llega un fulano a vivir solo. Se desconoce quién es, a qué se dedica y por qué tiene cara de pocos amigos, sin embargo, nadie le quiere preguntar. La gente sólo hace conjeturas cuando en el vecindario empiezan a suceder asesinatos o actividades paranormales. Pero no me desviaré del tema, que se supone es mi mudanza.



No pretendo ser una asesina o la vengadora justiciera del barrio pero por ser desconocida puedo tomar ciertas cosas a mi favor. En un viaje al DF hace meses uno de los amigos que fue dijo: cuidado al hablar, si se dan cuenta que somos del Sur nos van a asaltar. Afortunadamente mi paranoia no llega a tanto como para evitar pronunciar palabra, aunque un par de personas han notado que no soy xalapeña por el cierto acento campechano que es una extraña mezcla de yucateco, tabasqueño, efeéme y no sé qué tantos timbres exóticos. Quizá estos meses se me pegue alguna palabra o expresión de aquellas que tenía olvidadas desde mi niñez por estas montañas y las emplee con mi particular acento campechano.



Mi primer fin de semana salí a caminar para ubicarme, comprar los aditamentos de una casa y ejercitarme por el tiempo perdido. Vagar sola me hizo extrañar a la familia, los amores y amigos pese a que soy fuerte en cosas del corazón. Para consolar el alma recurrí a una actividad que siempre me pone de buenas: probarme ropa y zapatos en las tiendas. Es uno de mis pecados (atrévase a negarlo, lectora, usted también lo hace) y pequé poniéndome hermosos vestidos de noche, calzándome zapatillas imitación de Vuitton y probándome maquillaje de diseñador. Las atenciones de las amables señoritas se compensaban con la excusa de ir por mis amigas (que aún no tengo) para volver a la tienda y escoger algo de lo que me había gustado. Regresaré a esas tiendas cuando tenga amigas.



Estar aquí me da la posibilidad de ser otra persona. En lugar de una estudiante de letras que aprovecha su estancia en la universidad quiero encarnar a una aventurera excéntrica que viaja son su esposo investigador (inexistente, claro está) en busca de un poeta olvidado que va dejando huellas de su paso y obra por distintas ciudades del país (como cierta mujer cuyas iniciales eran C.T.). Tras escuchar esta historia más de uno se asombrará de mi labor, y si mi facilidad histriónica supera las fronteras del acento podría fingir ser oriunda de Sudamérica para tornar más interesante la aventura. No será difícil inventar un poeta olvidado (como muchos que existen o han existido) y podré cosechar la admiración de quien se crea esa historia. A lo mejor alguien se interesa y quiere enrolarse a la búsqueda.



Ser la nueva del grupo tiene pros y contras, la aceptación y el repudio. Lo mismo puedo ganarme el aprecio de mis compañeros como también ser el blanco de sus bromas más pesadas y volver mi vida un infierno estudiantil, donde no tendré quien me defienda. Aunque parece mentira, la verdad nunca se sabe, a lo mejor les caigo bien y deciden nombrarme su reina. Es cuestión de tiempo y un poco de suerte.



Pero esta mudanza también será el chance de fingirme otra por un tiempo determinado hasta que se descubra lo contrario. Mientras, seguiré escribiendo. Como lo dice cierta cantante de cuyo nombre no quiero acordarme: porque soy mujer, con todas las incoherencias que nacen de mí.

viernes, 21 de agosto de 2009

Chicas buena onda


Para las amigas buena onda que se quedaron lejos... pronto las alcanzaré.
Admito que a mi edad soy una traumada con la vida. Es común de las personas mayores quejarse por todo, pero yo soy una de ellas sólo que en el cuerpo y generación de una veinteañera. Esto lo descubrí por la afirmación de mi amiga Vivian, víctima de la moda y todo tipo de sucesos (y excesos) de momento.


-Nada te gusta, Laura. Los tiempos cambian y hay que vivirlos, vayamos al Rave de Jimmy, verás que se pone de pelos.


Me negué, me dio miedo. Imaginé que al momento de destapar mi primera cerveza con la música electrónica a todo lo que da llegaría la policía a llevarnos a todos, me “amarrarían como puerco” para subir a la patrulla y mamá pasaría la vergüenza de ir a recoger a su hija a los separos de Seguridad Pública.


-Como quieras, Lau. De vez en cuando hay que conocer chicos buena onda pero si no te late ni modo. Te marco mañana, sweety, muaaa.


Nos despedimos. Me reconcilié un momento muy breve con Dios para pedirle de favor que los policías no la llevaran a los separos y si conocía a algún chico buena onda que este no le diera pastillitas de colores.


Sí, yo era una traumada preocupada por todo pero no puedo hacer nada al respecto, es mi sello de fábrica y cuando estoy a punto de transgredir esa ley personal visualizo a un juez gigante y yo muy pequeña delante de él pidiendo misericordia por mis travesuras. Acto seguido, ardo en las llamas de un infierno que no tiene nada que ver con el que nos pintan en la iglesia o la escuela primaria.


Al día siguiente mamá tocó a la puerta de mi recámara para pedirme que pusiera la televisión en el noticiero de las tres de la tarde. En pantalla un reportero daba nota de una redada masiva (no estoy segura si es el término correcto pero el hombre lo dijo así) donde levantaron y “amarraron como puercos” a muchos muchachos en cierto lugar a orilla de la playa.


Los organizadores afirmaron que todo estaba en perfecto orden con el evento, que ellos nunca molestaron a ningún vecino y las cervezas eran totalmente lícitas, hasta pidieron permiso para las horas ininterrumpidas de música electrónica pero nadie les creyó. Al fondo de la pantalla distinguí a mi amiga brincoteando como una desquiciada en medio de varios “chicos buena onda”.


-¿Ya ves, Laura? Qué bueno que no fuiste a esos relajitos. Si un día te lleva la patrulla ni creas que iré a pasar la vergüenza de sacarte de Seguridad Pública- dijo mamá cuando me llevaba al malecón.


Siempre he pensado que cada cosa que me sucede es por dos motivos: mala suerte y/o predisposición lugar-tiempo de las circunstancias. Lo mismo para el ejercicio, era mi primera tarde para caminar a lo largo del malecón y luego de avanzar cincuenta metros la vi ahí sentada con un espécimen masculino, rubio y con cuerpo de modelo Calvin Klein.


Vivian me saludó de beso y presentó a su novio, se llamaba Dean y era de California, un “chico buena onda” al que conoció en el mencionado por noticieros Rave de Jimmy.

Durante los cinco minutos que estuve con ellos se besaron un montón de veces mientras ella me contaba lo bueno que era Dean para ciertas cosas como bailar electrónica y surfear.


-Lástima que no fuiste, Lau, Dean llevó varios amigos guapísimos, si quieres le digo que te presente a alguno para salir en parejas- me comentó Vivian de lo más entusiasmada a lo que me quejé falsamente de mi decisión.


Mientras se besaban de nuevo me fui a paso veloz a lo largo del malecón.


-Hijita, sal, te busca Vivian, está en la sala- avisó mamá en la puerta de mi cuarto mientras leía el clímax de “Las brujas”.


Junto a mi amiga estaban Dean y otro modelo Calvin Klein.


-Vístete, Lau, vamos a dar una vuelta, ya le pedí permiso a tu mamá y dijo que sí. Ándale, no seas mala onda.


El auto deportivo de Dean tenía no sé cuántos caballos de fuerza pero como no tengo idea de términos automovilísticos diré que era propulsión a chorro marca ACME. Aceleró y aceleró, siguió acelerando por el malecón mientras sorteaba la vista entre Vivian y el camino, la música electrónica a todo lo que daba y un Red Bull en los labios.


No recuerdo si lloré porque el otro modelo Calvin Klein quería besarme a la fuerza o por haber visto toda mi vida pasar delante de mis ojos cuando Dean chocó contra el poste. Me despedí del modelo con una buena cachetada y de Vivian con mis ojos llenos de lágrimas mientras la patrulla llegaba al vehículo y subían a los tres “amarrados como puercos”.


En el noticiero local mostraron la fotografía “fichada” de los dos californianos y hablaron de una muchacha más en cuestión que los acompañaba pero como era hija de un conocido político no se afirmó ni negó nada. Hasta para eso Vivian tenía buena suerte.


-Cámbiale a la tele, Lau- me pidió una prima adolescente- quiero ver mi novela argentina. ¿Te imaginas ser una chava tan buena onda y reventada como Jena, la protagonista?

jueves, 13 de agosto de 2009

La socialité


Sostengo mi postura: los niños son crueles. La ventaja de ser un chicuelo es no tener vergüenza, poseer la desfachatez de decir las cosas tal cual les parece, al fin y al cabo “sólo son niños”. Con tremendos entes sinceros me ha tocado vivir estas dos décadas sobre la tierra.

Scarlett era la niña fresa del salón de clases, una gordita morenita y poco agraciada pero con la colección de Barbies que tanto envidiábamos sus demás compañeras. Yo tenía mis propias Barbies, por eso me gustaban más las Cabagge Patch que Scarlett llevaba a clase. Me escogió como amiga porque ingresé tarde al curso y su buen corazón la llevó a trabar amistad con la niña nueva, regalándome un paquetito de chocolates Lengua de gato. Dijo que le caía bien por mi gran imaginación, le gustaba jugar Barbies con una niña que hiciera de cada juego una historia de telenovela.

En la escuela decían que era muy rica porque se la pasaba viajando y tenía todos los juguetes del mundo aunque viviera en una casita diminuta que parecía multifamiliar con arquitectura extraña. Las niñas del salón no sabían explicar que su padre era teniente, se cambiaban de ciudad cada año y el departamento era asignado por la marina.

Cuando Scarlett llevaba una nueva muñeca hacía una selección de las niñas a las que se las prestaría. Yo estaba más allá del bien y el mal porque me gustaba jugar caza venado con los demás niños y la Barbie antropóloga o la Barbie azafata me tenían sin cuidado. Las pruebas eran sencillas: cantarle una canción, ganarle una partida de dominó o dar una voltereta.
Los rostros de las elegidas se iluminaban cuando podían tener entre sus manitas el carro de la Barbie los quince minutos que quedaban de receso. Por mi parte jugué a placer con todo lo que llevaba Scarlett durante la hora que esperábamos a la salida mientras nos iban a buscar (batimos el récord de ser las olvidadas).

-Esa niña es mala y egoísta- dije a mamá cuando me llevaba a casa de Scarlett a hacer tarea- se burla de las que no tienen Barbies y las pone a correr en la cancha para prestarles una.

-Deja de criticarla- contestó sabiamente- la pobrecita no tiene amigos en ninguna ciudad.

Mamá tenía razón, una vez más. Sus únicos amigos constantes eran sus padres.

Una de las pruebas para ser amiga de Scarlett era cruzar el pasamanos de la escuela de ida y vuelta. Detuve mi huída mientras jugaba escondidillas para ver cómo una a una iban cayendo niñas y Scarlett las eliminaba; en aquella ocasión el premio era la Barbie maestra. Martina era una niña humilde y lo que más deseaba en el mundo era una Barbie original, no de esas de plástico que tienen filo en las orillas del cuerpo.
Vi la decisión y valor en sus pupilas cuando se colgó del primer barrote del pasamanos con su enorme corpulencia (por algo le decían La novia de Ñoño). Libró el primer barrote, el segundo y así sucesivamente hasta llegar al final y de regreso con más impulso que antes. Faltaban dos cuando cayó estrepitosamente.

-Lo siento, Martina, perdiste tu oportunidad. ¡Siguiente!

Martina lloraba no por la humillación a la que fue sometida sino porque en verdad ansiaba esa Barbie.

-A un lado, Martina, va a pasar Lola. No, Martina, perdiste, no te la puedo dar.

Fue en cámara lenta. Martina, con su corpulencia y lágrimas, empujó a Scarlett al lodo mientras le gritaba:

-Chingada enana prieta. ¡Me la vas a dar! ¡Síii, y seré tu mejor amiga, síii!

En ese momento un niño tocó mi espalda: “un, dos, tres por Laurita”

Scarlett se fue ese verano a otro puerto distante. Hasta hoy no sé de ella pero en la carpeta de tercer grado, entre mi diploma y la foto del salón, tengo una carta suya que dice: “gracias por haber sido mi única amiga de carne y hueso”.

Estas vacaciones soy una ociosa. He visto varios capítulos del reality de una socialité gringa que escogerá entre muchas chicas soñadoras o zánganas a su nueva mejor amiga. Las pone a hacer retos estúpidos como noches promiscuas de juerga, guerra de almohadas y discursos ridículos. Paris Hilton no me agrada ni me cae mal pero me recuerda mucho a Scarlett y Martina. Creo que la siguiente semana las hará caminar entre lagartos.

martes, 4 de agosto de 2009

Artistas independientes A.C.


El viernes salí corriendo de misa en la noche para alcanzar un concierto de la Orquesta de Cámara en mi natal Campeche. Hay un dicho popular que afirma: las mejores cosas de la vida son gratis, y no lo dudo, este concierto bien preparado lo era. Llegué tarde sólo para alcanzar la salida de los primeros músicos del recinto y, en el mejor de los casos, ver a un par en el escenario desarmando atriles. Alguien abandonó el programa de la noche en una butaca, le eché una mirada rápida antes de acercarme a los compañeros que recibían halagos por el concierto.

-Fue una interpretación bellísima de Mozart- afirmé a uno de ellos con la sonrisa que uso para estos casos- Y tu solo ni qué decir, se nota que trabajaste mucho para lograrlo. Felicidades.

-Gracias por venir, Laura. Qué bueno que te gustó- respondió este con la sinceridad y agradecimiento que a veces duele notar.

Cerca de nosotros estaba mi amigo Eduardo felicitando a un violinista por lucirse esa noche. Suspiré de alivio; al menos uno de nosotros había escuchado el concierto y sabía apreciar el esfuerzo y profesionalismo de los músicos campechanos.

-Yo también llegué tarde, alcancé de chiripa la última pieza- me contó Eduardo aparte en voz baja mientras saludaba con la mano al bajista- Quedé de venir a oírlos y aquí estoy, con un ligero retraso.

-Hermoso, de verdad hermoso- dijimos casi a coro cuando aparecían dos violinistas amigos míos. Los abracé y me despedí para no hablar de más y evidenciar mi total retardo.

Sonriendo a uno y otro intérprete y agradeciéndoles una noche mágica, salimos del teatro. Para compensar con nosotros mismos el fracaso personal de la noche fuimos a cenar a los arcos de San Martin.

-Esa canción me gusta- dije cuando el trovador que tocaba unas mesas más adelante terminaba la última estrofa de Coincidir- me recuerda cuando era pequeña. En el kínder las maestras la ponían a la hora del recreo.

El trovador cantó Penélope y al terminar pasó entre las mesas, donde le sonreían mujeres maduras en su mayoría como gesto de agradecimiento; sólo un par pagaron por sus servicios.
Llegó a la nuestra y le di unas monedas, a lo que él contestó con una sonrisa, mostrando ventanas abiertas y coronas viejas.

Eduardo y yo platicamos de libros que estábamos leyendo, recomendaciones literarias y anécdotas de nuestros respectivos trabajos mientras el mesero aparecía con la cena. Di gracias a Dios por mis alimentos, los minutos de arte histriónico saludando concertistas me habían despertado un hambre casi animal.

-Deben estar practicando- dijo Eduardo viendo hacia el parque- siempre se ponen ahí, y eso que está obscuro.

Unos malabaristas jugaban con fuego, después de hacer su rutina lo apagaban como sólo Dios y los dragones saben. No sé cómo no se prendieron las faldas largas y sus melenas alborotadas al pasarse las antorchas por todos los recovecos del cuerpo. Por las facciones supusimos que eran hippies mochileros o quizás extranjeros que encontraron en Campeche la quietud que necesitaban para vivir plenamente de sus malabares.

Comía mi primer tamal cuando se paró a mi lado una hippie con la cara media chamuscada:

-Buenas noches, somos artistas independientes y les ofrecimos un poco de nuestro talento al manejar el fuego. Si gusta cooperar, se le agradece. Sólo vivimos de esto.

Con tal de comerme el tamal le di cinco pesos a la hippie, que terminó su discurso y mostró una sonrisa pulcra y perfecta que envidié en el momento. En parte, afloró en mí la admiración por el trabajo que desempeñaba, quizás porque una de mis fobias es morir chamuscada en un incendio.

Eduardo y yo seguíamos con hambre, volvimos a ordenar y mientras nos servían le conté algunas historias curiosas de gente que seguro conocía y valía la pena que alguien- o sea, yo- escribiera en algún momento cambiando unos cuantos nombres. La charla se interrumpió, no porque hubiesen llegado los panuchos, sino por el par de apuestos jóvenes que se pararon en la mesa de a lado. Ambos tenían el porte europeo con rasgos varoniles y gallardos, los asocié con la realeza que fotografían en las revistas favoritas de mamá. Pero su cuerpo no era lánguido, sino todo lo contrario, la ropa dejaba notar formas estéticas como de bailarín de salsa puertorriqueño; y el tipo de rostro angelical que sólo puedo admirar en el cine y la televisión. Estaban perfectamente esculpidos por una admiradora de la belleza. Ese par absorbió toda mi atención. No vi en qué momento pusieron junto a ellos unas percusiones y luego empezaron a cantar alabanzas, uno con el tambor y otro con las maracas.

-Buenas noches, somos artistas independientes y les ofrecemos algo de alegría esta noche- anunció una simpática muchachita que los acompañaba- Viajamos por todo el país dando fe y amor a nuestros semejantes. Si gusta cooperar… gracias.

La moneda de cinco pesos cayó al fondo de la lata, lo pude escuchar porque mi mirada estaba centrada en el par de angelicales músicos. Yo no era la única abobaba viendo tal espectáculo, las mismas señoras que sonrieron al trovador no le quitaban los ojos de encima a la gallardía de los muchachos. Al otro lado del parque la chica traga fuego los miraba con los ojos bien abiertos y le decía algo a sus compañeros, a lo mejor a ella también le gustó la armonía de sus cuerpos perfectos.

Antes me molestaba cuando los hombres quedaban anonadados viendo a una mujer que calificaban de perfecta, pero ya lo entendía viendo a los músicos moverse al ritmo de sus percusiones sin privarme de la sonrisa que imprimieron en su rostro mientras daban gracias a Dios por la salud con una pegajosa tonada. Cuando ellos terminaron de tocar y nosotros los antojitos, emprendimos la retirada de la famosa cenaduría. Quise sacar otra moneda de cinco pesos de mi bolsa para pagar el urbano pero no encontré ninguna.

-Déjalo, te invito el pasaje- dijo Eduardo- ya le invitaste a los artistas independientes esta noche.

Mientras el autobús abandonaba la cuadra, vi cómo se le iba encima la chica traga fuego a uno de los angelicales percusionistas religiosos y gritaba algo así como derecho de suelo pero quizá el demonio se apoderó de ella porque apenas le entendía a los chillidos. Sólo pude ver cómo se distorsionaba el rostro angelical del maraquero cuando ella trataba de arañarlo y el del tambor le pedía en nombre del Señor que lo dejara en paz.


***

El sábado me levanté temprano para buscar el periódico al mercado. Cerca de mi casa hay una iglesia donde todas las mañanas sabatinas se amontonan los niños del catecismo con sus madres.
Casi no paso por ahí pero mis oídos captaron un ritmo sincopado muy pegajoso, los pies me llevaron hasta el epicentro y los vi: los percusionistas angelicales tocando ante los feligreses una de sus alabanzas. El más bello de los dos tenía la cara arañada pero aún así sus facciones perfectas relucían esa cálida mañana. Por suerte tenía los cinco pesos del periódico en la bolsa del pantalón.