miércoles, 21 de enero de 2009

La otra pandilla


Hace unos días limpiaba mi librero, me deshacía de material viejo y fotocopias que espero no volver a utilizar. Entre tanta basura encontré un cuadernito del año pasado, antes de tirarlo lo revisé y leí un cuentecillo. La maestra nos marcó tomar una historia muy conocida, cambiarle algunas cosas como el tiempo y el espacio pero que se conserve la escencia original. Mis compañeros me ganaron los cuentos de los hermanos Grimm y las adaptaciones que Disney ha hecho de los clásicos, así que me tomé la libertad de usar una de las historias, o quizá es la "gran" historia más conocida de la humanidad. Ahora dejo el resultado de mi tarea a ustedes lectores, para que adivinen de cuál se trata. Estoy segura que atinarán a la primera.
Si alguien se ofende, sólo se trata de una inocente tarea escolar.
La otra pandilla
En la colonia Los Laureles rondaba una pandilla de adolescentes que estudiaba la secundaria (cuando no se iban de pinta), eran trece chamacos y casi todo el día se les veía deambulando por la colonia. Jugaban la cascarita de fut bol entre ellos, a veces tamalitos a la olla o brinca la burra, piropeaban a las compañeras; en fin, el tipo de cosas que se hace cuando no hay preocupaciones en la vida adolescente y uno goza la secundaria a placer. Sus travesuras no eran por maldad, sólo les gustaba la diversión.
Miguel, el larguirucho líder de la pandilla, se aventuraba a hacer las proezas que se le ocurrieran.
Una noche se metió a la dulcería de don Román, sacó bolsas de golosina que planeaba repartir entre los chamacos, porque le gustaba ser el aventurero y dar cuenta de sus hazañas para que los otros doce lo admiraran. Mike también cogió de la caja registradora lo que quedó a don Román de su venta.
Al otro día Mike repartió los dulces a la pandilla, contando la aventura con más moños de los que merecía y ganando, una vez más, la sorpresa de sus seguidores. Le gustó ver cómo saboreaban los “brinquitos”, las paletas de mosca, los “picalimón” y el dulce de tamarindo; cómo sus ojos se abrían inconmensurablemente mientras hacía la representación del peligro vivido. Pero Mike era un chicuelo algo ingenuo aún, le daba miedo quedarse con el dinero porque no sabía aún en qué gastarlo. Quizá era en mayor parte su ingenuidad, en parte más pequeña la esplendidez hacia los cuates y quedaba un poco de pendejez, así que se le ocurrió invitar a la pandilla a cenar en la pizzería de la colonia.
A la hora de la cena Mike estaba pensativo y un poco encabronado; sospechaba, casi tenía la certeza que don Román sabía la travesura, lo decían los ojos molestos del tendero cuando lo vio pasar en su bicicleta. Esos ojos rodeados de bolsas que delataban cansancio parecieron congelar los segundos en un gesto de: me las vas a pagar, cabroncito. Entonces se puso de pie y anunció:
-Esta noche uno de ustedes le va a confirmar a don Román que le robé en la tienda, apenas cierre su changarro.
Todos afirmaban que no habían sido, que cómo, eso no era de cuates, mientras a unos se les escurría el queso fundido por los dedos y otros peleaban por servirse más refresco de cola. Cómo chingados Mike, el líder, el favorito de la pandilla iba a sospechar de sus camaradas, cómo se le ocurría que cualquiera le iba a jugar chueco.
-No, Mike- dijo el Flaco, su mejor amigo- cómo crees que te vamos a dejar a la mera hora.
-Mmm, tú cállate Flaco, segurito le vas a decir a don Román que ni te juntas conmigo, y se lo vas a decir rete hartas veces antes de que cierren la pizzería. Ya te voy conociendo.
-Oye Mike- dijo Meme- ¿quién crees que te haya acusado, vato?
-¡Pos tú, chingado traidor! Mi primo me dijo que te vio salir de la dulcería y luego don Román te alcanzó con una bolsa de “bocadines”. Pinche acusón.
Cuando acabaron de comer las dos pizzas extra grandes, Mike dijo a la pandilla, en el tono más solemne que le permitía su voz puberta:
-Ya comí, ya bebí, ahora mejor me pelo.
Mike dejó pagada la cuenta de la cena y se fue al parque de Los Laureles a pensar una coartada, ahí vio a su primo “El Chido” y le pidió consejo, pero este no pudo ayudarlo.
-Ni modos, Miguelón, tu amigo ya te chingó.
Don Román llegó a la pizzería con un policía buscando al ladronzuelo, pero sólo encontró a la pandilla comiendo el pan de ajo que les dieron de pilón.
-¡Órale chamacos! ¿Dónde chingados se metió el Mike? Tremendo pillo- dijo don Román, más encabronado que nunca.
La pandilla encogió los hombros y decían entre ellos “pos no sé, no sé”.
-¡No se hagan mensos! A ver tú, Flaco, bien que sabes si todo el día andas con ese chingado chamaco.
-¡Ora! Yo qué voy a saber si ni me junto con Mike, no lo he visto. Es más, ni me llevo con él.
El dueño de la pizzería se levantó cuando vio el alboroto y anunció:
-Bueno, chamacos, ya salgan que tengo que cerrar. Sus broncas a otro lado.
A unas cuadras del negocio caminaba Mike cabizbajo a su casa cuando vio que toda la pandilla corría a lo lejos y se dispersaba. A distancia apareció el policía y a su lado don Román, alcanzándolo sin que pudiera resistirse.
-Ahora sí, chamaco- alegó furioso el tendero- vas a rendir cuentas con tus papás de lo que hiciste.
Y de las patillas don Román se llevó a Mike con rumbo a su casa, dándole a cada rato zapes en la cabeza mientras la pandilla observaba de reojo cómo castigaban a su cabecilla.

martes, 13 de enero de 2009

¡Bienvenida a la familia!


A menudo, cuando las tardes son tediosas, el internet no sirve y quiero descansar de los libros (esto es difícil, pero me sucede) cuestiono aspectos de mi vida un poco sombríos, uno de ellos son mis relaciones con los hombres: el tormentoso amor.
Quizás la causa de los rotundos fracasos a los que me he enfrentado sea mi atracción por los polos opuestos: “¿cómo te puede gustar ese, Laura? Tú no estás muy bien, ¿verdad?” diría alguna de mis amigas cercanas.
Y menciono esto porque precisamente ayer recordaba una truculenta historia del corazón, mi relación con un sujeto al que llamaré Armando, para no dejarlo en jaque ni alterar su actual vida con esta memoria.
Salimos un par de meses, él estudiaba contaduría y yo ya estaba enlistada en las filas de los literatos de la facultad de humanidades; más bien en los pasillos, leyendo algo que no nos marcaban en las aulas. En fin, una buena tarde Armando me invitó a comer a su casa, la noticia por poco hizo que me atragantara con el té que bebía o quizás fue el frenón en el semáforo de la universidad: “Le he platicado a mi mamá de ti y tiene curiosidad por conocerte, me dijo que te invitara para que almuerces con nosotros”.
No pude negarme, Armando se había portado muy bien conmigo, era educado, me abría la puerta del coche y de cualquier lugar, soportaba mis pláticas aburridas y obstinadas y casi me sentía en deuda con él. Vaya caprichos los de mi juventud.
Había llegado la hora de la verdad, de un sábado al medio día. Armando estaba a media hora de pasar por mí y en el cuarto estaban mi hermana y una amiga. Ataviada con el atuendo aprobado por ambas fashionistas, ellas no paraban de manifestarme su emoción: “Qué padre, Laura, ya te invitó a conocer a los suegros –Decía mi amiga- Ven te peino, que no se te salga esa rasta, no vaya a pensar tu suegra que eres una pandrosa y quedes mal”. Ellas estaban más emocionadas que yo, llamando a los padres de Armando como mi suegro y mi suegra.
El apuesto joven llegó puntual, como de costumbre. “Sé natural, Laura, como siempre. Ya verás que les vas a caer bien”. Mientras Armando hablaba de lo que posiblemente pudiera suceder, yo tenía deseos de bajarme del coche llegando al semáforo de la avenida Central.
La señora salió a recibirme, un par de besos y la exclamación de que me veía muy linda, qué bonito vestido. Entonces, la pregunta obligada:
-¿Y qué estudias, Laurita?
-Literatura, señora, voy en el mismo grado que su hijo pero en diferente facultad- respondí, viendo cómo levantaba las cejas y asentía.
-Bueno, no a todo el mundo se le dan las carreras de verdad, seguro es una ocupación interesante y tendrás mucho para platicar por las tardes con tus amigos que estudian lo mismo. En nuestra familia tenemos la tradición de ser contadores, y mira, hijita, que de eso se vive muy bien.
Armando se sintió incomodado con tal aseveración de su madre al tratar de ser cortés o con la intensión de hacerme ver lo fortuito de mi carrera.
-Laura toca violín, mamá- dijo él para querer sacar a relucir algo bueno de mi persona.
-Ah, mira qué lindo. Las niñas se ven bien monas tocando en misa, a veces yo canto con el coro. Ojalá un día de estos puedas acompañarnos.
-Sí señora, sería muy interesante.- respondí- y otro de mis sueños es tocar batería o pandereta en un grupo de rock para viajar por todo el mundo, viviendo de lo que ganemos en una gira.
La mujer se levantó, pretextando ir a ver si ya estaba lista la comida para disimular el malestar que le causó mi respuesta. Mientras, me disculpé con Armando, me dijo que no sucedía nada. En la mesa opté por quedarme callada y sonreír ante todo lo que me decía la señora, el hombre de la casa estaba por llegar. Cuando por fin apareció, el padre de Armando traía consigo a su hija menor, Estela, junto a su esposo. La joven pareja tenía menos de veinte años.
-Papá, ella es Laura- presentó el jovenzuelo guapo- Estudia literatura.
Esa información era obligada. ¿Qué había en el ambiente de la familia para atacar a los humanistas?
-Bueno, dicen que hay de todo en el rebaño del señor.
Carajo, tenía ganas de salir corriendo de esa casa, no sin antes robarme una obscena cantidad de deliciosos bocadillos, soltarme la rasta y coger del librero una de las veintitantas biblias en ediciones extravagantes que ostentaban las repisas.
-¿Y cómo qué lees, Laura?- preguntó el cuñado de Armando, para luego arrebatarme la palabra- A mí me gustan los libros de superación, ya sabes, esos que hacen a la gente triunfadora porque lo que México necesita es gente que sepa mover masas y se desenvuelva en el trabajo. Tú entiendes, el poder de la palabra y la labia para ser el mejor.
Mis “suegros” y Estela lo miraban embelesados mientras yo lo escuchaba vanagloriarse, ansiosa de responder cualquier cosa pero siempre interrumpida por anécdotas de triunfo. El chango que tengo dentro de la cabeza se preguntaba cómo alguien de veinte años puede sentirse el hombre más chingón del mundo si embarazó a su primera novia, trabaja de arrimado con la familia, no ha terminado de estudiar, cree que los libros de superación personal le resolverán todo en un santiamén y tiene la esposa más estúpida de la ciudad. En fin, como dijo el padre de Armando, hay de todo en el rebaño del señor.
-Laura- interrumpió el padre- ¿en qué trabajarás cuando termines la carrera? Porque no se solicitan muchos literatos últimamente y las cosas se ponen cada vez peor.
-Ella escribe, papá- salió a mi defensa el gallardo caballero- si le va como esperamos, en un par de años podrían publicarle algo y ofrecerle trabajo.
La respuesta no le gustó a ninguno de los presentes. Fue una bendición empezar a comer el pescado relleno de mariscos, ya faltaba menos para irme de esa jaula con decorado de refinado gusto. Entonces un momento crítico.
-¿Ya leíste a Carlos Cuauhtémoc? –preguntó Estela.
-Sí- dije- aunque me dé vergüenza lo leí en la secundaria, lo peor es que me gustó. Con los años me di cuenta de la gran basura que nos quería meter en la cabeza aunque hay gente a la que le encanta. Por lo regular terminan con vidas que dan lástima…
Armando se atragantó, no sé si con una espina de pescado, coraje o risa. Su bello rostro deformado por las muecas me impedía adivinar. Bebió agua y se calmó.
-Mi hija se llama Sheccid por él. Me gustan sus libros.
Carajo, volví a regarla. Tres bocados más de pescado y Estela se levantó de la mesa, con un “buenas tarde” salió de la casa, seguida por el telele del marido chingón. A lo lejos escuché el ruido del coche y el quemón de una llanta. Los minutos restantes fueron de silencio.
-Mamá, tengo que ir a dejar a Laura y luego voy a la oficina- dijo mi apuesto galán- Danos el postre para llevar.
-Adiós señora, adiós señor. En verdad fue todo un placer- me despedí como una vil aduladora, poniendo mi mejor cara. No hubo más respuesta que un desechable con postre que olía delicioso.
Otra vez por la Avenida Central, el único sonido entre Armando y yo es el de Zoé en el estéreo. Me dejó en mi casa, beso en la mejilla y “te marco al rato o mañana”. No marcó ni al rato ni mañana, ni después.
A los dos días estaba con mi hermana y mi amiga en una cafetería. Ellas comían los pasteles más ricos de la ciudad y yo bebía café.
-Ya, Laura, a lo mejor ni era tan perfecto- consolaba mi entusiasta carnala- tú no te deprimas, mejor prueba este pastel de queso.
-Segurito te vieron esa mugrosa rasta, wey- sentenció mi amiga- todo por la pinche rasta. Vamos a pedirte un pastelito para que no te pongas triste.
Pero yo no estaba nada triste, leía el mensaje recién llegado para salir con Paquito De la Fuente, estudiante guapo de mercadotecnia, con una familia de mercadólogos y una madre en el grupo de las Damas de la Sagrada Concepción.