martes, 8 de diciembre de 2009

La ciudad de los libros




Era igual que una niña pobre en Disneylandia, maldiciendo mi mala suerte por no haberme ganado el Melate y desquitar el dinero en compras, tenía que conformarme con el bajo presupuesto del que disponía. Había estado esperando ir a La Feria Internacional del Libro de Guadalajara desde hacía mucho tiempo, porque Campeche queda tan distante y valía la pena aprovechar la oportunidad de vivir en Xalapa para viajar sólo once o doce horas; entumirse la mitad del cuerpo tendría una recompensa casi inmediata.



Y llegué, en un viaje por carretera planeado con los amigos, oyendo grupos tapatíos para entrar en ambiente y que después, cuando volviera escuchar esas canciones, podría recordar que fueron el soundtrack de la travesía. Había que hacer el itinerario mentalmente y escoger entre dos o más presentaciones para ir a la mesa donde estuviera el escritor que más nos gustara o el tema que satisficiera nuestro morbo literario. La constante: poesía o narrativa. Rechacé el Olimpo poético para deambular en las calles y avenidas de los narradores.


Ahí encontraría a los escritores norteños y chilangos que conocía, de los que me enorgullecía decir que habíamos compartido la cena en tertulias ofrecidas por el azar, las tesis, congresos, talleres y encuentros literarios; la sorpresa fue que, amablemente, algunos de ellos me recordaron y preguntaron cómo iban mis cuentos, el trabajo de investigación y los compañeros. Sin deseos de mentir y para no arruinar las expectativas, sería cortés de mi parte decir que todo marchaba de maravilla, omitir mis crisis existenciales y las enormes ganas que me daban de abandonar la literatura para dedicar mi vida a otra cosa.


Choqué con una joven mujer mentirosa, enloquecida por los libros, le cedí el paso y mi lugar en la fila del baño, pensando que sería difícil maniobrar con ese carrito de compras para minusválidos, de los que se usan en los supermercados. Luego de darme una sonrisa de agradecimiento, se bajó de él para quitarle una basura a las llantas eléctricas y seguir su camino hacia el baño, donde entraría por su propio pie, dejando decenas de ejemplares de no sé qué tantas editoriales al cuidado de la guardia. Lo mismo le sucedería a mi amigo Eduardo cuando evitó chocar contra una señora con carreola y la curiosidad de saber cómo era el niño lo llevó a echar un ojo al interior de la carreola y saber que ese montón de libros no conformaban el cuerpo de ningún infante.


Ante los desencantos que provocan los trucos de algunos bibliófilos, es mejor entregarse a las delicias de la ciudad de los libros, tratar de reconocer a los escritores que uno se topa en los pasillos y notar las diferencias entre su imagen real y la de las solapas de los libros, porque el Photoshop no respeta y si no, que lo diga la afamada, y sobrevalorada, Gaby Vargas, que a su desconocida edad sigue usando la misma fotografía de sus años más joviales.



Algunos prefieren fotografiarse junto a las hermosas edecanes y modelos tapatías, que embellecen la feria y portan lemas para incentivar a los lectores, como que “Leer es sexy”; o posar a lado de los chicos maquillados de vampiros junto a los stands de los libros más vendidos de un par de años para acá. Lo curioso es toparse con la legión de Dráculas en el área de fumadores una vez que cumplieron sus horas de trabajo y saber que no pertenecen a ninguna agencia de animadores, sino a clubes de emos, siempre serios y tristes.


Dios siempre aplica su divina justicia y mi castigo por maldecir a la industria editorial fue caer enferma durante el recorrido y las compras en la feria, casi al punto del delirio. El estómago me provocaba intenso dolor, calosfríos y mareos, producto de comer antojitos tapatíos en exceso. Lo más vergonzoso fue ser atendida por doctoras y médicos más bellos que los de las series de televisión, y que un par de ellos se encargaran de mis aturdimientos de enferma. Un coctel de pastillas y un par de ampolletas me ayudarían a librar el mal momento y salir de los servicios médicos cuando terminara la conferencia por la que había viajado toda la noche.


De nuevo, la justicia se compadeció de mis desdichas. Mientras maldecía mi mala suerte, me topé con él, sin su cuerpo de seguridad conformado por una docena de enormes guardaespaldas; mi hombro chocó con el Premio Nobel de la Literatura del 2006 (invitado de honor en la feria) y mi humilde persona se llevó las disculpas en inglés del afamado escritor turco.