martes, 17 de febrero de 2009

Vanidad... mi pecado favorito


Enciendo la televisión, es un día tedioso de febrero. Las lluvias se confabulan para que la señal sólo me deje ver un par de canales: en uno hacen sanaciones y dan testimonio los creyentes de una religión que no reconozco y en el otro una escultural dama cuarentona promociona un aparato de ejercicio. Opto por el segundo.
Afuera llueve a cántaros y el fresco vespertino me incita a prepararme un chocolate calientito y comerlo con pan dulce mientras veo el infomercial. La dama cuarentona muestra fotografías suyas tres meses antes de usar el aparato milagroso, con una panza de borracho, brazos aguados y piernas celulíticas. Acto seguido, modela un bikini, presumiendo bíceps, tríceps, muslos y cuadritos en el abdomen. Entonces compruebo la firmeza nula de mi abdomen y acaricio los rollos que salen de mi cadera cuando me siento, pero sigo comiendo la dona glaseada. El infomercial dura una hora, lo veo completo y me duermo con una nueva idea en la cabeza.
A las nueve de la mañana siguiente camino de mi casa al otro lado de la colonia, con licra y tenis. La toalla en una mano y la cartera en la otra, dispuesta a invertir lo que me quedaba de la quincena en la inscripción y mensualidad de un gimnasio. Es un negocio exclusivo de damas de la edad de mi madre con músculos definidos, la música disco de fondo y un montón de aparatos de tortura para cada parte del cuerpo. Una gordita simpática me sonríe para luego decir a mis espaldas “esa flaca a qué viene”.
Pago mi cuota, me explican el funcionamiento del gimnasio, los horarios y que nadie se hace responsable de mi estancia ahí. La instructora me mide, pesa y analiza mi cuerpo. Luego me marca la rutina que debo seguir para tonificar los músculos flojos y desaparecer la desagradable panza. Ella está a mi lado diciendo “vamos, una más, eso mero, hasta arriba, contrae tu abdomen”. Es inútil, caigo exhausta después de una decena de abdominales. La instructora no desiste, me lleva a un aparato de tortura que sirve para los muslos y está a mi lado mientras cuenta en regresiva deteniéndose una y otra vez porque no puedo seguir el ejercicio, no soporto la única pesa que lleva el aparato.
Han pasado treinta minutos, tres aparatos mágicos y de tortura con los que he fracasado. Me sorprende el entusiasmo de la instructora animándome a continuar en lugar de echarme del negocio. Decide dejarme un momento para atender al proveedor de bebidas energéticas. A mi costado una dama de cuarenta años llega a las doscientas sentadillas con muchos kilos en pesas a cuestas. Qué deprimente, en mi juventud veinteañera, hacerme la desmayada y fingir un calambre al mismo tiempo para poder irme a casa pero la instructora me da una bebida energética sabor kiwi-fresa y frota mis pantorrillas con un mágico gel anti calambres. Un par de esculturales damas de cuarenta años me socorren y ayudan con paciencia a hacer ejercicio poco a poco para desentumirme y no cansarme.
Entonces ahí está, del otro lado de la sala para aeróbicos: parece una máquina de tortura más, pero este tiene algo especial. Quizás son sus potentes válvulas de aire de alta tecnología o el engomado para no lastimar a quien lo use. Es el mismo que vi en la televisión. Me siento atraída hacia él y me encaramo lo mejor que puedo para hacer las repeticiones como las vi con la escultural dama del infomercial. Qué dolor, hago una y luego otra repetición, según podré ejercitar cada músculo de mi flojo cuerpo. Al llegar a las veinticinco me detengo, palpo mi abdomen y creo sentir la diferencia pero la entrenadora se para a lado mío para decirme “así como las estabas haciendo están mal, te vas a lastimar. Ven a la escaladora, empecemos de poco por tus calambres”.
Uso la escaladora unos cuantos minutos y termino jadeando, en la pantalla del aparto marca que no quemé casi ninguna caloría pero siento que llegará un verdadero calambre del esfuerzo. Falsa alarma. La entrenadora por fin me dice que puedo retirarme, “ven mañana a la misma hora para marcarte la rutina”.
Por la tarde salgo al centro comercial con mis amigas, me pruebo un vestido hermoso y entallado pero el cierre no sube, por más esfuerzo que hago conteniendo la respiración. “Ya déjalo, Laura, lo vas a reventar y está caro. Busca una talla más grande” pero no hay tallas más grandes, este es un mundo de esqueléticas donde la cadera es un pecado en la alta costura. Entonces recuerdo el aparato milagroso de la dama cuarentona, ese infomercial de la vanidad donde me prometen el cuerpo de mis sueños en poco tiempo y recuerdo también mi cuota en el gimnasio. También yo podría quedar escultural.

sábado, 7 de febrero de 2009

Sueño de una noche de abril




-Despiértate. Abre los ojos.
-¿Ya es de día?
-No. Pero quiero ver cómo me ves. Te estuve mirando toda la noche, Laura. No puedo creer todavía que estés aquí.
-¿Por qué? ¿Qué tiene de extraño haber venido? Tenía ganas de verte y viajé. Tan fácil como tomar el ADO. Tenías razón, esta cama es muy cómoda. Me gustan las almohadas.
-No lo creía cuando leí tu mensaje, ya venías en camino. Pero me cayó el veinte cuando te vi en la sala de espera de la terminal leyendo ese libro viejito. Te observé unos minutos antes de acercarme, Laura. Hasta me fijé en cómo respirabas hondo, todavía tienes esa maña cuando lees. ¿Por qué viniste así, nada más?
-Ya ves. Soy impredecible.
-No, Laura, nadie viaja tantas horas sólo para pasar la noche aquí y regresar mañana temprano. Es una locura.
-Estoy loca, entonces.
-Vienes con tu mochilita azul y el vestido rosa como si fueras a dormir a casa de una amiga pero atravesaste el país, Laura, sólo para dormir en esta cama. De verdad que no te entiendo.
-Nunca te pedí que me entendieras.
-¿Te acuerdas, Laura? ¿Te acuerdas que usaste ese vestidito cuando fuimos a comer frente a la iglesia?
-No me acuerdo, pero déjame dormir un poco más porque me regreso mañana temprano. Es todo un día de viaje.