
Podría comenzar la nota de hoy con la letra de una canción para mujeres despechadas pero no viene al caso, el título es porque se trata de una mudanza en el estricto sentido de la palabra. Desde hace unos días duermo bajo el cielo de Xalapa por decisión propia, a los veintiún años que ostento era necesario un cambio de residencia para adentrarme a la vida independiente, o al menos esa es mi justificación.
Lo curioso de esto, lector o lectora, es que alguien tan ociosa como yo puede reír un poco partiendo de lo siguiente: nadie me conoce. Sucede como en las películas gringas que pasan por los canales donde los estrenos son las cintas de diez años atrás, en dichas historias llega un fulano a vivir solo. Se desconoce quién es, a qué se dedica y por qué tiene cara de pocos amigos, sin embargo, nadie le quiere preguntar. La gente sólo hace conjeturas cuando en el vecindario empiezan a suceder asesinatos o actividades paranormales. Pero no me desviaré del tema, que se supone es mi mudanza.
No pretendo ser una asesina o la vengadora justiciera del barrio pero por ser desconocida puedo tomar ciertas cosas a mi favor. En un viaje al DF hace meses uno de los amigos que fue dijo: cuidado al hablar, si se dan cuenta que somos del Sur nos van a asaltar. Afortunadamente mi paranoia no llega a tanto como para evitar pronunciar palabra, aunque un par de personas han notado que no soy xalapeña por el cierto acento campechano que es una extraña mezcla de yucateco, tabasqueño, efeéme y no sé qué tantos timbres exóticos. Quizá estos meses se me pegue alguna palabra o expresión de aquellas que tenía olvidadas desde mi niñez por estas montañas y las emplee con mi particular acento campechano.
Mi primer fin de semana salí a caminar para ubicarme, comprar los aditamentos de una casa y ejercitarme por el tiempo perdido. Vagar sola me hizo extrañar a la familia, los amores y amigos pese a que soy fuerte en cosas del corazón. Para consolar el alma recurrí a una actividad que siempre me pone de buenas: probarme ropa y zapatos en las tiendas. Es uno de mis pecados (atrévase a negarlo, lectora, usted también lo hace) y pequé poniéndome hermosos vestidos de noche, calzándome zapatillas imitación de Vuitton y probándome maquillaje de diseñador. Las atenciones de las amables señoritas se compensaban con la excusa de ir por mis amigas (que aún no tengo) para volver a la tienda y escoger algo de lo que me había gustado. Regresaré a esas tiendas cuando tenga amigas.
Estar aquí me da la posibilidad de ser otra persona. En lugar de una estudiante de letras que aprovecha su estancia en la universidad quiero encarnar a una aventurera excéntrica que viaja son su esposo investigador (inexistente, claro está) en busca de un poeta olvidado que va dejando huellas de su paso y obra por distintas ciudades del país (como cierta mujer cuyas iniciales eran C.T.). Tras escuchar esta historia más de uno se asombrará de mi labor, y si mi facilidad histriónica supera las fronteras del acento podría fingir ser oriunda de Sudamérica para tornar más interesante la aventura. No será difícil inventar un poeta olvidado (como muchos que existen o han existido) y podré cosechar la admiración de quien se crea esa historia. A lo mejor alguien se interesa y quiere enrolarse a la búsqueda.
Ser la nueva del grupo tiene pros y contras, la aceptación y el repudio. Lo mismo puedo ganarme el aprecio de mis compañeros como también ser el blanco de sus bromas más pesadas y volver mi vida un infierno estudiantil, donde no tendré quien me defienda. Aunque parece mentira, la verdad nunca se sabe, a lo mejor les caigo bien y deciden nombrarme su reina. Es cuestión de tiempo y un poco de suerte.
Pero esta mudanza también será el chance de fingirme otra por un tiempo determinado hasta que se descubra lo contrario. Mientras, seguiré escribiendo. Como lo dice cierta cantante de cuyo nombre no quiero acordarme: porque soy mujer, con todas las incoherencias que nacen de mí.